
“Pachamama”, dijo nuestro guía, Orlando Condori. Inclinó su copa y vertió un poco de vino rosado sobre la arena reseca.
“¡Sí, la Pachamama!”, exclamaron los demás, e hicieron lo mismo.
Me miraron.
“¡Pachamama!”, pronuncié mientras vertía la mitad de mi bebida en la tierra. No tenía idea de qué estaba haciendo ni por qué, pero lo hice.
Fue una pena. Estaba disfrutando ese vino rosado. Por otra parte, no fue la peor idea: ya estaba mareada. Tan mareada que tuve que volver a sentarme.
“No es el vino”, comentó Niki Barbery-Bleyleben, embajadora de conservación de Prometa, una organización medioambiental enfocada en la sostenibilidad y la resiliencia comunitaria. “Es la altitud”. Estábamos a 3500 metros.
Estábamos en una mesa situada en una meseta con vistas a la Reserva Biológica de la Cordillera de Sama, en el sur de Bolivia. Estábamos en pleno desierto, con el sol radiante en lo alto y vistas panorámicas de todo. Desde nuestra posición podíamos ver la extensión de la cordillera de Sama. Entre nosotros y lo que parecían ser los confines de la tierra había terrenos ralos, vacíos y coloreados de polvo, una laguna resplandeciente con su abundancia de flamencos y tanto cielo que tuve que estirar el cuello para encontrar sus bordes.
La reserva se encuentra en la provincia de Tarija, una región agrícola enclavada en el rincón de Bolivia que limita con Paraguay y Argentina. Tarija, que también es el nombre de la ciudad que se encuentra dentro de la provincia, no es grande: es de solo unos 36.200 kilómetros cuadrados, lo que la hace un poco más grande que Maryland. Pero su topografía es asombrosamente variada: bosques, desiertos, lagos, montañas, sol, lluvia, nieve. Tiene pumas, alpacas y llamas, además de tres tipos de flamencos. Esta es la región vinícola boliviana, una colección de media docena de las mejores bodegas poco conocidas del mundo, rodeadas de una vasta naturaleza prístina. Si le añades un centro turístico de cinco estrellas y una boda de famosos, Tarija podría ser la Toscana italiana.
Con un toque de magia.
“En Bolivia, somos muy espirituales”, señaló Barbery, que tiene un doctorado en política social. “Nuestras raíces vienen de tradiciones indígenas que tienen siglos de historia. En la cosmovisión andina, se dice que caminamos hacia el pasado porque es lo que conocemos; está frente a nosotros. En cambio, el futuro está detrás, porque no lo podemos ver”.
Esa cosmovisión explica el vertido del vino. “Pachamama” es una palabra de agradecimiento en quechua y aimara, lenguas originarias de los pueblos indígenas de los Andes.
“Es una manera de estar en armonía y agradecer a la Madre Tierra”, explicó Barbery mientras subíamos nuestras cosas en la parte trasera de la camioneta para emprender el viaje de dos horas de vuelta a la ciudad de Tarija, caminando despacio para que el vino no se nos subiera a la cabeza.
Vinificación en altura
Mi amiga Lisa y yo habíamos venido a explorar la región vinícola de Tarija con Barbery y su amiga Julie. Resulta que, si sabes lo que haces, la altitud es un ingrediente clave para la elaboración del vino. “Ahora están de moda los vinos de altura”, afirmó Jurgen Kohlberg, propietario de la Bodega Tayna, un viñedo biodinámico justo a las afueras de la ciudad de Tarija. La estrella del viñedo de Kohlberg es el pinot noir, uno de los de mayor altura en el mundo.
Estábamos a 2100 metros de altura, y ese no era el único reto.
“No hay suelo”, nos explicó, mientras caminábamos por su viñedo. De hecho, el suelo estaba formado por pequeñas rocas llamadas “lajas”.
Kohlberg, un hombre delgado con barba blanca, tiene grandes ambiciones. “Mi objetivo es hacer el mejor pinot noir del mundo”, expresó, y explicó que solo cosecha “por la noche, en completo silencio. Es muy mágico, ¿no?”.
Volvimos a nuestra pequeña hacienda, Casa Tinto, al otro lado de la ciudad, pensando en Kohlberg y en su silenciosa cosecha mágica. No sorprende el hecho de que solo fabrique unas 2000 botellas al año.
A la mañana siguiente, tras desayunar café negro boliviano llamado Takesi y tostadas con aguacate, paseamos por el pueblo para comprar unas cuantas artesanías tejidas a mano para llevar a casa. Más tarde, llegó la hora de visitar Campos de Solana, quizá el viñedo más ostentoso de la zona. Con caminos cuidados, arbustos de lavanda y puertas de entrada de seis metros de altura, Campos de Solana podría intimidar a la más elegante de las bodegas toscanas.
“No deberíamos tener viticultura aquí. Nueva Zelanda, Sudáfrica, la Patagonia están en el cinturón sur, a unos 33 grados”, detalló el director general Luis Pablo Granier, refiriéndose a las latitudes en las que se encuentran esos países. “España, Francia, Italia son el cinturón norte. En Tarija, estamos a 21 grados, así que el vino no tiene sentido”. En otras palabras, esta latitud suele ser demasiado calurosa para la elaboración del vino. “Pero debido a la altitud podemos producir aunque se supone que no es posible”.
El almuerzo en Atmósfera, el restaurante de las Bodegas Kohlberg, fue al aire libre. Nos sentamos en una mesa bajo la rama de una morera con vistas a las hectáreas de viñedos de un verde intenso. A lo lejos, se escuchaba el canto de los pájaros.
Nuestro grupo se había ampliado a 10: miembros de la familia Kohlberg, amigos, primos, un ejecutivo del vino o dos. Se te perdonaría si pensaras que todos los bolivianos conocen a alguien que es amigo de un primo o vecino. Es un lugar pequeño.
Empezamos comiendo pan casero con mantequilla de vino.
“Por respeto al planeta, lo utilizamos todo”, indicó el chef Pablo Cassab, que se había acercado para presentar los platillos. “Nada se desperdicia. Si pelamos una zanahoria, secamos la piel y la convertimos en polvo de zanahoria”.
“La ruta gastronómica de Bolivia pasa por La Paz”, mencionó, refiriéndose a la capital del país. “Pero a medida que la gente aprende sobre el vino, empieza a aprender sobre la comida. Eso los lleva a Tarija”.
En otro almuerzo, nos contaron una historia que se repite a menudo en Bolivia. Se dice que el astronauta estadounidense Neil Armstrong vio desde la Luna el salar de Uyuni, el más grande del mundo con casi 11.000 kilómetros cuadrados, y quedó tan impresionado por su belleza que prometió visitarlo algún día. (Más tarde, lo hizo, con su familia).
Al igual que a Armstrong, Bolivia me sorprendió. Gran parte de su cultura parecía inverosímil. Tiene uvas que no deberían crecer; una gastronomía que podría competir con las mejores de Sudamérica, pero mucho menos conocida; un terreno rocoso y complicado que sustenta una agricultura robusta. Este pedazo de tierra poblado de llamas, flamencos e historia está a la vez más cerca del cielo y profundamente conectado con sus raíces.